Arte y Crítica

Columnistas - diciembre 2015

El Crítico

por Juan José Santos

¿Sabe cuál es mi método, el método Volodia? No lo descubrí en seguida, tardé años en encontrarlo. Lo primero, y lo más importante, es renunciar a toda intención. Yo entro al teatro sin ninguna intención. No intento demostrar nada, no quiero defender ni atacar nada. Lo que yo soy, mis ideas, todo eso lo dejo en la calle. Cuando se alza el telón, yo estoy vacío.

Fragmento de la obra de teatro “El crítico (Si supiera cantar, me salvaría)”, (2012), del dramaturgo Juan Mayorga. El director de una obra de teatro, Scarpa, tras el triunfal estreno de su última creación, acude a la casa de un crítico de teatro, Volodia, al que no le ha gustado la representación. Volodia denuncia que el teatro ya no representa la “verdad”, que se ha vuelto algo frívolo y carente de sentido, y el director le devuelve la crítica destruyendo la “verdadera verdad” del critico; su vida. Representación, ficción, vida y obra. Y silencio.

El fragmento escogido se sitúa en el momento en el que el crítico solicita al director que escriba la reseña de su propia función, ante la disconformidad de éste frente a la crítica.

Volodia:- Pero qué descortesía, no le he ofrecido nada de comer. Puedo prepararle algo rápido. Yo nunca pruebo bocado a estas horas. El teatro bueno hace que me olvide de comer, el malo me quita el apetito. Es un alivio, para el espíritu y para el estómago, encontrarse con un espectáculo como el de esta noche. Actores solventes, minuciosa dirección, bonita escenografía: un alivio. En contra de lo que se piensa, cada noche acudo al teatro con la mejor disposición. Muchos críticos lo son porque no pudieron ser actores, directores o escritores, o simplemente porque no encontraron otro trabajo. Yo no concibo un empleo mejor. Me pagan – mal, pero me pagan- por mirar la cartelera, elegir un título que me interesa y luego comentar lo que he visto. Todo ello lo hago con la disposición más favorable. Yo no voy al teatro a derrotarlo. Quiero que la obra me guste, y recomendarla a mis lectores, si es que todavía tengo alguno. Hasta donde el espectáculo me lo permite, practico la admiración. Me cuesta escribir algo negativo sobre nadie. Me repugnan esos colegas míos que de un manotazo tiran al suelo años de trabajo, indiferentes al dolor que pueden causar, o regodeándose en él. Son felices cuando golpean, y sufren, notas que sufren cuando tienen que elogiar algo. No aman el arte, sino su pequeño poder, que les hace sentirse importantes. Se los reconoce en que agarran la pluma con el gesto del policía que pone una multa, o del dictadorzuelo que firma sentencias de muerte. Yo, si pudiera, guardaría silencio sobre lo que no me agrada. Pero no puedo guardar silencio, mi misión es decir lo que pienso. Muchos hubieran preferido que mintiese. Yo lamento haberlos herido, comprendo su rencor, pero volvería a escribir cuanto escribí, palabra por palabra. En este oficio, si lo practicas con honradez, es inevitable hacer enemigos. En la vida en general, si eres honrado, acabas teniendo menos amigos que enemigos. La gente siente pánico a la verdad. Eso lo sé desde niño, que las personas enloquecen si se ven descubiertas en lo que de verdad son. Desde niño me ha sido difícil hacer amigos, la amistad casi siempre se basa en la mentira, y yo no sé mentir. Mi padre se sentía permanentemente juzgado, lo que me costó buenas palizas. Mi madre me defendía ante él, pero me trataba como si estuviese enfermo, me mantenía oculto de las visitas. No me sorprende no tener amigos en el mundillo del teatro. Ni siquiera entre mis colegas. De hecho, los que menos me quieren son los otros críticos. ¡Tantas veces los he dejado en evidencia! Espectáculos que ellos ensalzan o desprecian, yo los pongo en su sitio. Un crítico se mide por sus apuestas, y a mí el tiempo siempre me ha dado la razón. El tiempo siempre salva lo que yo señalé como precioso, y acaba enviando al olvido lo que yo marqué como despreciable.

Silencio.

¿Sabe cuál es mi método, el método Volodia? No lo descubrí en seguida, tardé años en encontrarlo. Lo primero, y lo más importante, es renunciar a toda intención. Yo entro al teatro sin ninguna intención. No intento demostrar nada, no quiero defender ni atacar nada. Lo que yo soy, mis ideas, todo eso lo dejo en la calle. Cuando se alza el telón, yo estoy vacío. Vacío, dejo que mis sensaciones, mi imaginación, mi memoria se llenen de lo que ocurre en escena. A veces, la obra se me impone y desata una tormenta en mi interior. Otras veces, las más de las veces, la obra no consigue dominarme. En ese caso, lo que veo no es una obra acabada, sino un borrador, un esbozo. Entonces no acepto el camino que la obra me marca, salgo del camino, abro mi propio camino. Empiezo a imaginar los personajes interpretados de otro modo, el espectáculo dirigido de otra forma, otro texto. Poco a poco, en mi cabeza crece una obra distinta de la que está en el escenario. Una obra mayor que la que está en el escenario.

Por fin escribe, en silencio. A veces se detiene como si no encontrase una palabra, o tacha y corrige. Todo ello sucede a la vista de Scarpa. Volodia pone punto final. Silencio.

Scarpa:- ¿Nada más?

Volodia:- ¿La encuentra corta? ¿Cree que el respeto se mide por el número de palabras?

Scarpa:- Podría bastar una palabra.

Volodia:- No he escrito una crítica tan favorable en años.

Scarpa:- ¿Cuántos años hace que no veía una obra así?

Volodia:- De acuerdo. Siete palabras más.

Añade siete palabras. Punto final. Silencio.

Scarpa:- Sin estas siete palabras, su crítica sería mezquina. Con ellas, es una declaración de guerra. Todas sus críticas, desde la primera, han sido golpes bajos, golpes cada vez más bajos para echarme de este oficio. Esta noche, en vez de aceptar que su empeño en anularme ha fracasado, en lugar de decir lo que de verdad piensa sobre mi obra, lanza un desesperado, patético arañazo. No sólo contra mí, también contra mi público. Contra cada uno de los espectadores que, puestos en pie, han aplaudido mi obra. Cómo deseo que la gente lea esto. Nunca más será tomado en serio, Volodia. Publique esto y será su última crítica.

Va a irse. La voz de Volodia lo detiene.

Volodia:- Escríbala usted.

Scarpa:- ¿?

Volodia:- Afirma que un afecto negativo ha guiado mi pluma. Me ofende. En mi trabajo, así como no me consiento la compasión, tampoco me permito el rencor. Yo no escribo para hacer daño a nadie, ni para complacer a nadie, sino desde una idea absoluta del teatro. Aunque yo lo detestase a usted, eso no afectaría a mi crítica. Me insulta al sugerir que su obra tiene cualidades que yo, por aversión personal, no soy capaz de reconocer.

Arranca su crítica, la arruga y la tira al suelo. Abre el libro de contabilidad ante Scarpa, le tiende la pluma.

Tiene hasta las doce. Se publicará, con mi firma, lo que usted escriba. Palabra por palabra.

Silencio. Scarpa se sienta ante el libro de contabilidad y toma la pluma. Varias veces parecerá a punto de escribir, sin llegar a hacerlo.

Vamos, Scarpa, no pensará dejar vacía la crítica. Eso sería tanto como condenar su obra. ¿De verdad no encuentra en ella nada que la salve? Obras muy imperfectas merecieron nuestro amor por algo inolvidable que nos entregaron. Un personaje, una escena, una frase. ¿Ni siquiera una frase? Bueno, siempre puede hablar sobre el tiempo que le llevó al autor escribir la obra. Mis colegas suelen valorar eso: el esfuerzo del artista, su sacrificio. Yo no sé apreciarlo. ¿Cuánto tardó Caravaggio en pintar “La Madonna con il Bambino”? ¿Treinta años? ¿Un día? Ah, también puede mencionar al público: se puso en pie; quince minutos de aplausos. Cualquier cosa antes que una crítica en blanco. Mejor una crítica atroz que ninguna crítica. Ánimo, Scarpa, seguro que en su obra hay algo que yo no he sabido ver. Tómese su tiempo. Hasta medianoche.

Toma Rey Lear y se pone a leer. Silencio. Scarpa va a irse, abre la puerta, pero se arrepiente, cierra la puerta y vuelve sobre sus pasos. Toma la crítica que Volodia arrugó. Vuelve a leerla.

 

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