Arte y Crítica

Columnistas - octubre 2012

El artificio del hechicero. La génesis del coleccionismo de arte (parte I)

por Pedro Pablo Bustos Beltrán

Una revisión al proceso de “veneración de apariencias y objetos, más allá de sus bordes objetivos, la condición de poder y prestigio que otorga su atesoramiento, la descarga de los deseos en el escenario imaginario del ser añorado”

Dentro y fuera, persona y objeto, ineludible dualidad que ha sido motivación fundamental a través del tiempo para la producción de conocimiento. Desde las diversas coordenadas que la comprensión atesora, lugares donde se construyen las piezas para levantar el mundo. Contrapuntos inseparables, ya que son las partes de un todo excepcional, cosecha de la condición humana.

Surgen de aquello, ficciones que separan dramáticamente al ser humano de la naturaleza primigenia, convirtiéndolo, desde su biología y su ineludible necesidad de vivir en comunidad, en un ser de ideas, conceptos y lenguaje, que lo llevan a realizar actos de diversa valía y dirección, empleando las partes señaladas como materia prima que organiza la vida social. La capacidad cerebral y motriz para realizar imágenes y objetos, marcas distintivas y testimonios de la odisea que hace de nuestro destino el presente, nos abren las puertas al devenir del arte. Dichas cualidades, junto a la posibilidad de significar el entorno, es decir, de comunicar, expresar y evocar a través de signos, símbolos y señales, ya sean visuales o de otra índole, completan el panorama.

Pleno de sentido, pero todavía no concebido como tal, el arte asoma durante la última etapa de la primera edad de la cultura, llamada de la piedra antigua por los sabios, en un ordenamiento que sitúa a personas sumergidas en relaciones de inmediatez con la realidad, de alcances mágicos. Dedicados al aprendizaje de técnicas para elaborar representaciones referentes a la obtención primordial del alimento y productos derivados, se estima de aquellos la ostentación de un carácter especial para el resto de sus pares quienes, ejercitados en la recolección y la caza, observaron y experimentaron la brujería ejercida por los primeros creadores de imágenes. En este escenario aparece novel la especialización del trabajo, una división de las fuerzas colectivas, a fin de cuentas el amanecer de la jerarquización social.

 

"Brujo Danzante". Gruta Les Trois Freres. 15000 a.C.

“Brujo Danzante”. Gruta Les Trois Freres. 15000 a.C.

Dicha escisión, como una lesión irreversible, se amplifica entrado el neolítico, periodo que inaugura el sedentarismo y la previsión organizada de los grupos humanos. El desarrollo agrícola, el dominio de los animales (presas otrora) y el surgimiento de las urbes, apresuran tal devenir. Semejante orden produjo acumulación de riquezas, depositadas en las arcas de quienes se ubicaron en la punta de la pirámide, haciéndose cargo también ellos de estimular la producción y el consumo del arte.

Pero se vislumbra a la vez el germen de un fenómeno de complejidad considerable: la manipulación por parte de grupos hegemónicos de los valores vinculados a la producción de objetos con arrojo estético. Fantasías, deseos e intereses, vinculados a un cuerpo material que los encarna, otorgándoles forma y presencia, un lugar en el mundo a fin de cuentas, pero ya no siendo el nexo mágico y directo entre el ecosistema y la posibilidad de sobrevivencia del grupo, sino como herencia de la división entre ser y alma, entre vida y muerte “porque la omnipresencia de imágenes de dioses y de antepasados, de amuletos, fetiches y signos sobrealimentados en las culturas antiguas testimonia el alcance de la necesidad de redondear el mundo presente mediante alusiones a algo esencial ausente, a algo complementario, envolvente” (Sloterdijk. 2004. p.135). Ingresan al ruedo lo sagrado y lo profano, a ellos adosados, amuletos, ídolos, ofrendas votivas, monumentos fúnebres y artesanía decorativa. Aquí lo mundano se vuelve formalmente abstracto, mientras lo sagrado conserva semejanzas con lo real, tal como el arte de antaño.

Comprendemos que dichos elementos de la cultura se encuentran revestidos y organizados por circunstancias vinculadas entrañablemente a las dinámicas sociales de las comunidades que las albergan. Al existir un clima compartido, producto de las experiencias comunes vividas y la herencia de los recuerdos, las cofradías de los dueños de la belleza, del dinero y las ideas que hacen al mundo, actúan como arquetipos a seguir, ideales para los otros, valiéndose de la capacidad excluyente de sus postulados de hundirse en el espacio general de lo irracional para deslizarse y afectar la vigilancia consciente, desprevenida muchas veces. Pero los arquetipos actúan solo ante la presencia del núcleo vital del carácter social, la entraña de lo esencial compartido, lo cual conecta, envuelve, pero deja espacio también, a la diferencia, al movimiento, a la discordia y su validación, posibilitando la emergencia necesaria del “círculo de cercanía – lejanía o lejanía – cercanía en el que se asienta el ser – ahí genuinamente humano, abierto al mundo, abierto a los muertos, generador de espacio” (Sloterdijk. 2004. p.152).

Las obras sobresalientes, convertidas en símbolos colectivos, “resultan ser imágenes climáticas de sus culturas” (Sloterdijk. 2004. p.131), sincrónicas, en diálogos. Pero sin descuidar el hecho de que la producción, inserción y consumo de estas, son frecuentemente el resultado de maniobras ideológicas, políticas y, por supuesto, económicas. Lo estético es siempre funcional a sus relaciones con el mundo. La historia del arte es un relato arbitrario.

"Kurós de Samos". 570 a.C. Mármol tallado.

“Kurós de Samos”. 570 a.C. Mármol tallado

De tal manera, sacerdotes sumerios y faraones egipcios, reyes persas y políticos griegos, cónsules y patricios romanos, reyes y emperadores germanos, iglesia medieval, nobleza renacentista, burguesía comerciante, monarquías absolutas, dictadores y gobernantes republicanos, grandes magnates industriales y empresarios, elites en definitiva, han regentado directa o veladamente la historia del arte, frecuentemente con intereses que aparentemente poco tuvieron que ver con la condición esencial que otorga vitalidad e imperiosa necesidad al objeto llamado, por dicho relato arbitrario, “obra de arte”, gravamen a la intención de la forma y al impulso creador inherentes a la complexión de nuestra especie.

Se generan, por lo tanto, dos niveles de lectura, uno biológico y biográfico y otro social y colectivo, cuyo nexo innegable debe ser aún profundizado por el avance interdisciplinario de la investigación científica ligada a la comprensión del ser humano –la filosofía y las ciencias sociales han dibujado bordes en direcciones múltiples, la neurociencia y la neuroestética están revelado profundidad–.

La veneración de apariencias y objetos, más allá de sus bordes objetivos, la condición de poder y prestigio que otorga su atesoramiento, la descarga de los deseos en el escenario imaginario del ser añorado, hallan su explicación en el término “fetiche”. El itinerario de esta palabra comienza en la encrucijada de los siglos XIII y XV en España, al ser asociados los términos “hecho” y “hacer” con “hechizo” y “hechicero”, para pasar al portugués en el siglo XVII como feiticeiro y feitiço respectivamente, para pasar finalmente el segundo término al francés y adoptar la morfología de la palabra. La RAE la define como ídolo u objeto de culto al que se atribuye poderes sobrenaturales, especialmente entre los pueblos primitivos. Y, pese a que el sentido esencial de la palabra se hace presente, el alcance de esta definición es limitado, ya que tiene implicancias derivadas.

Como tal es comprendida la transformación de un objeto o persona en cosa, así como la personificación de objetos y procesos sociales. Cuando el objeto alcanza la dignidad de la cosa, diría el psicoanalista Jacques Lacan, en lo referente al proceso de la creación de una obra de arte como destino de las pulsiones fundamentales que recorren el cuerpo del sujeto (escópica para la mirada, invocante para la palabra) otorgándole en su resolución formal un goce finito pero sublime, vale decir, sublimado, aliviado al hallar un destino final.

O, como diría el padre de la citada disciplina, Sigmund Freud, tratándose de la energía sexual o libido (expresada en la pulsión oral y en la pulsión anal del sujeto) atrapada en una parte cosificada del cuerpo; brazo, dedo, cabello, zapato, cartera, vestido, collar, retrato u otros elementos protagonistas de la perversión del imaginario.

El filósofo Karl Marx hablaría de la mercancía como fetiche, cuando las formas de producción de los bienes, bajo condiciones mercantiles, se personifican transformándose en autónomas e invariables y a la vez, las personas productoras de dichos bienes, concebidos como mercancías, se cosifican, perdiendo capacidad en las tomas de decisión respecto a ellas, pasando a ser el mercado quien determina la voluntad del bien y no sus productores. Bajo estas condiciones, los bienes concebidos como mercancías operan al margen de sus productores, vaporizándose las relaciones sociales, pasando a ser las mercancías mediadoras de semejantes vínculos. La obra de arte puede experimentar una fetichización múltiple, pasando por estos caminos y por otros insospechados.

La existencia de un mercado artístico, de una instancia en la que compradores y vendedores transan o acuerdan, implica que no solo se fabriquen objetos para sujetos, sino también se fabrique lo inverso, generando a los consumidores de estos, denominados “coleccionistas”. La necesidad ya está formulada. Consecuentemente, dicho consumo engendra “colecciones”, es decir, según la ya citada RAE, conjuntos ordenados de cosas, por lo común de una misma clase y reunidas por su especial interés o valor. Pero estos conjuntos han de generar también los espacios necesarios para su atesoramiento.

"Megaloceros". Cueva de Lascaux. 15000-9000 a.C. Pigmento sobre piedra.

“Megaloceros”. Cueva de Lascaux. 15000-9000 a.C. Pigmento sobre piedra

Una vez establecidos semejantes complejos de relaciones y valoraciones dentro de las sociedades, comenzó a desarrollarse el fenómeno del coleccionismo, que da sentido al presente escrito. Se genera un sistema que a través del tiempo irá manteniendo elementos que le resultan inherentes, pero irá también adquiriendo otros, producto de nuevos albures en la historia de las sociedades.

A continuación exploramos, ya mostrados algunos modelos e ideas estructurales, lo que germinó tras lo histórico y prehistórico revisado, antiguo y esencial, cuando alguna vez el arte estuvo enteramente al servicio de la vida, sin fronteras, cuando aquella realidad mental que pensó a las imágenes marchando a través del umbral y a las tumbas acicaladas, resultó materia sedimentada en la leyenda del amor de Pigmalión por su obra y en la de Ícaro, pareció haber agotado su magia al ser derretidas sus alas por el sol, las que fueron hechas por su padre, Dédalo, artista y mago. Luego vinieron el cisma, la falta, el hambre de trascender, el rito, el culto, la adoración a las almas que habitan en cada elemento de la realidad, incluyendo a los cometidos con arrojo estético; una ficción cada vez más sofisticada.

La edad heroica (llamada también homérica) bajo el signo destacado de un estilo geométrico llamado Dipylon (s. X a.C. – s. VIII a.C.), principalmente aplicado a la cerámica, deviene con el antecedente histórico de espacios denominados cámaras del tesoro y mortuorias, encontrados en palacios, templos y tumbas del antiguo Oriente, Egipto, Micenas y Creta, allí las obras eran acumuladas en beneficio prácticamente exclusivo de la clase gobernante. Es en la Grecia arcaica (s. VII a.C. – s. V a.C.) donde, según los libros de Herodoto, los Tesauros fueron espacios ubicados al interior de los templos que sirvieron para acoger exvotos, vale decir, objetos religiosos traídos de diversos lugares como ofrendas a los dioses. Las personas comunes si bien no podían acceder a estos lugares, eran conscientes de su existencia y de lo exaltado que allí residía. Sin embargo, objetos de semejante cualidad también eran exhibidos públicamente en palacios con fines propagandísticos y ascendentes, socialmente elevados. Ya estrenadas la arquitectura y el arte monumentales (productos del comercio floreciente de prósperas ciudades y colonias) ostentan un geometrismo todavía antiguo, absorbido pero no superado, donde los principios formales de frontalidad, simetría, forma cúbica y uso de la ley de los cuatro puntos de vista fundamentales, lo delatan.

Pero hay otros elementos que resultan claves para el desarrollo del coleccionismo que durante la Grecia arcaica se presentan. Las primeras personalidades artísticas datan del siglo VI a.C., siendo el vaso de Aristónoo (700 a.C.) la obra de arte firmada más antigua de la cual se tenga conocimiento. Por otro lado, la economía monetaria, establecida aquí por vez primera, acompañada de algunos de sus medios y procedimientos básicos, es decir, la reducción de los bienes a un común denominador simbólico, la división de estos en compra y venta como actos independientes y el carácter abstracto de la moneda como medio de cambio, estimulan la capacidad para desarrollar pensamiento abstracto dentro de la cultura, lo que otorga la posibilidad de distinguir entre forma y contenido y, con esto, concebir la autonomía de las formas como principio: formas libres, es decir “improductivas”, apartadas de lo práctico, hijas del ocio producto de la acumulación de riquezas (acumulación de valor en términos monetarios) lo que también conduce a una especialización de los oficios, otro rasgo central de la economía monetaria. La suma de estos elementos va generando las dinámicas de un mercado.

 

Textos referenciales

 

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  • Hauser, Arnold. “Historia social de la literatura y el arte”. Desde la prehistoria hasta el barroco. Editorial Debate. Primera edición. Madrid. 1998.
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  • Sloterdijk, Peter. “Esferas II”. Ediciones Siruela S.A. Primera edición. Madrid. 2004.
  • Woodford, Susan. “Grecia y Roma”. Colección Introducción a la Historia del Arte Universidad de Cambridge. Editorial Gustavo Gil S.A. Cuarta edición Barcelona. 1995.

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