El último puerto público de Chile como punto de partida, una ciudad portuaria al norte de Francia como destino. Infinidad de trámites en tierra antes de zarpar, 1 diario de anotaciones, 1 solo horizonte, 23 días de viaje y 23 cortometrajes.
¿Cómo parte todo? Con dos referencias fílmicas de barcos surcando el océano en la cabeza, una dirección en Internet (www.projetocean.com) y un libro con portada marina y coordenadas geográficas sobre la mesa. Sobre el azul intenso, las cinco letras de Océan resaltan como bloques de hielo. Por detrás, sobre el mismo oleaje, la contratapa dice así: “Cada vez que miramos al horizonte hay alguien que también mira desde el otro lado…” Adentro, como si el catálogo asumiera desde un inicio su condición viajera, de horizonte reversible para mirar desde ‘otro lado’, los textos corren a tres lenguas (francés, español e inglés) por carriles paralelos. Llegado este punto, para quien no conoce la obra de Enrique Ramírez, artista medial y realizador audiovisual que desde hace casi diez años trabaja entre Chile y Francia con conceptos como ‘lugar’, ‘paisaje’, ‘viaje’, ‘horizonte’, ‘exilio’, ‘migraciones’ y ‘cartografías'; o para quien no estuvo al tanto del paso de Océano por la Bienal de artes mediales en Santiago (Oct-Nov 2013, 33°Lat S), la visita a la plataforma virtual del proyecto se torna imprescindible.
Ver los cortometrajes
Un barco carguero avanzando, el mar en movimiento y la misma tipografía blanca a un extremo de la página que dice Océan. Todo pareciera decirnos: “este es, vívido y en tiempo real, el océano”. Un océano que va del 16 de mayo al 7 de junio del 2013 y que nunca se detiene. Un océano que no es ni Pacífico ni Caribe ni Atlántico, sino una gran bolsa de agua, perfilada por el hilo invisible de la experiencia a bordo. Un océano que se transforma en la excusa para filmar una película de más de tres semanas de duración, para ser proyectada en loop sobre el frontis del Museo de Bellas Artes de Dunkerque, 51° Lat N, destino final.
Vamos en el casco, viendo como suben y bajan las dos torres de la proa, o colgados cubierta abajo, casi perpendiculares al mar. El recuadro ‘Ver los cortometrajes’, es detectado por el ojo que empezaba a sufrir los primeros efectos del mareo de tierra.
Movemos el cursor hasta ahí. La secuencia audiovisual del inicio da paso a una imagen plástica. Una vista panorámica de Google Earth, con zonas lisas y estriadas, azules, blancas, verdes y grises, donde despegando figura y fondo aparece un mapa. La representación geográfica, no solo de un territorio dado, sino que, como sucedía con algunas pinturas indígenas durante la colonia, la imagen temporal y espacial de un paisaje hecho de experiencia, de ruta, marejada y corrientes subterráneas, donde se inscriben las huellas de un itinerario.
Hay también un índice de días que permite avanzar en el tiempo y, de paso, cruzar el Caribe, saltar del Pacífico al Atlántico, o viceversa. Cada coordenada corresponde a un día, cada día lleva un título, y cada título anticipa las tres líneas de anotaciones en prosa que vendrán a acompañar, como una voz en off silente, reflexiva, acaso poética y con el tono del diario de los antiguos navegantes, los veinte o treinta minutos de metraje. Hago clic en día 0 (33°02’47”S, El uso del mundo), en día 2 (18°44’05”S, Mar pacífico) o en día 20 (43°54’01”N, La tormenta) y me aferro al rastro de combustible y espuma que va dejando el Pacific Breeze en cada uno de esos 23 cortometrajes, que Enrique Ramírez dispone gráficamente en el mapa virtual de su ruta transoceánica, haciendo de la noción de territorio un asunto transportable.
¿Qué cosas hay ahí dentro? Salas de máquinas, computadores, cuerdas, tripulantes, estructuras del barco cuyo nombre desconozco; nubes, vientos atronadores, el movimiento incansable del mar, pero también otras cosas. Relatos perdidos, desarraigados de su contexto, que el artista encuentra en la escotilla, en alguna de las paradas en tierra firme o tal vez embotellados, flotando sobre la espuma.
Con solo asomarnos a www.projetocean.com, nos transformamos en esa mirada a bordo, esa conciencia que sin enunciarse, filma y recolecta las variaciones del horizonte, del oleaje, la lluvia, la noche y el sonido de las tormentas; así como de los espacios, los movimientos, los testimonios y las tareas cotidianas de los tripulantes.
Tripulantes del Pacific Breeze, pero también de otras embarcaciones, historias y sueños. En el día 13 (26°40’68” Lo inabarcable) la bitácora dice: “El tiempo era la única cosa que los amarraba a tierra, la sentían, la imaginaban, pero nunca habían estado ahí”. El sonido del mar sobre un fondo negro, acicalado de destellos y algunas notas musicales. De un segundo a otro aparecerán los navegantes mirando el horizonte, pensamos. Pero el cortometraje corre, ningún navegante en campo y el fondo sigue negro. En su lugar, se oye nítida la voz en español de una mujer, historiadora de las ciencias, que desde la universidad de Harvard investiga sobre la décima de segundo entre los siglos XIX y XX. Por un instante, no oímos el oleaje, ni el viento, ni el rumor de los motores, sino la cadencia de una reflexión articulada sobre un problema científico y filosófico. No sabemos, más allá de su pertenencia académica, quién es ella. Cómo su hipótesis se cruza con la trayectoria del Pacific Breeze, ni en qué punto sus obsesiones se interceptan con las de Enrique Ramírez. Tampoco nos atreveríamos a decir que ese lugar desde donde habla está dentro de un barco, y sin embargo, tanto el montaje como el paisaje sonoro, la configuran a ella como una navegante más; embarcada en la travesía de la investigación histórica, haciendo de la décima de segundo su territorio transportable.
Sueños e historias
“Europa partía sin mí”, nos dice Enrique Ramírez en las primeras líneas del texto introductorio del catálogo, que parece ser una pequeña porción de su diario de viajes. Como en Europa (1981), de Lars Von Trier, parecido a ese tren hipnótico que a la cuenta de diez prometía tele transportarnos directo a Europa, un barco de nombre Europa se transforma en la promesa de religar los continentes y ayudar al artista a cumplir su cometido de unir los puntos y ‘poder ver desde el otro lado’. Pero su estatuto de ‘pasajero invitado’ a un barco carguero no está bien definido y las autoridades marítimas, faltando dos horas para zarpar, todavía no saben qué hacer con él. Una imagen simbólica, llena de decepción y maravilla, dice: “Esa Europa que se iba frente a mí, que me daba la espalda en mi propio país y que partía sin que yo estuviera a bordo; esa, era una imagen magnífica de las que no vemos todos los días, hecha para ser filmada (…) Europa se me escapaba de las manos” . Finalmente, después de ocho días varado frente al mar, obligado a vivir casi tiempo completo en una oficina del puerto de Valparaíso y hacer un curso intensivo de ‘Supervivencia y familiaridad a bordo’, Enrique zarpa con destino final Europa, pero no en el Europa, sino que en el Pacific Breeze.
Así como Raúl Ruiz o Ignacio Agüero se embarcan un día en grandes edificios marinos para atravesar el océano y encontrar en esa experiencia vital de recorrer y pensar el territorio, las partículas de ficción para contar una historia, Enrique Ramírez se embarca en el porta contenedores de la compañía holandesa Seatrade, para dejar su país natal por mar, pasar por la latitud cero (El paraíso, “donde el agua es diferente y la vida parece eterna y prometedora”, dirá en el día de viaje 6), situarse del otro lado y volver a contar la Historia. La historia desde Valparaíso hasta Dunkerque, de 33°02’47”S a 51°04’00”N, y desde todos aquellos objetos, maquinarias, puertos, islas, costas y sujetos –cantidad de marinos, ingenieros, mercantes, científicos, historiadores, inmigrantes, viajeros– que de sur a norte conforman su paisaje subjetivo.
Veintitantos años antes, dos embarcaciones, provenientes de dos continentes, zarpan con propósitos diferentes y resultados equidistantes. Desde Estocolmo en 1987, el rompehielos Frej de la marina sueca con tres cineastas a bordo (un sueco, un francés y un chileno); desde Valparaíso en 1993, un buque de la armada chilena cuyo nombre no recuerdo, con la misión de capturar un iceberg y transportarlo desde la Antártica a Sevilla. Ahí también iba un cineasta a bordo, uno que secretamente, además de cumplir con el encargo de retratar la expedición, enarboló sus propias fantasías, releyendo las de otro. Hablo, como anticipaba, de Ruiz y de Agüero, con Historias de hielo (1987) y Sueños de hielo (1993), respectivamente. Hay estrechas y misteriosas filiaciones entre ellas. Casi una misma voz en off, extrañas coincidencias argumentales, y un mismo tono fabulesco de la narración proclive a multiplicar exponencialmente sus historias, extraído no tanto de la imaginación, como del encandilamiento que provocan el resplandor de los hielos y la inmensidad del mar, y el hecho mismo de desplazarse en esa suerte de país portátil en que al pasar los días se transforma la embarcación.
Historias de hielo es uno de los fragmentos de “Brise-glace” (Jean Rouch, Titte Törnroth y Raoul Ruiz), operación multimedia financiada y encargada por el ministerio de asuntos exteriores francés, con la intención de generar un tríptico que “desafiara nuestra percepción”, poniendo en acto tres visiones de un mismo viaje hacia el polo norte. Jean Rouch retrata la belleza del rompehielos, Titte Törnroth se interroga sobre la tripulación a bordo, y en la última parte, Ruiz nos traslada a una concatenación de historias fantásticas donde el protagonista siempre termina siendo el hielo. De sueño en sueño, como pez en el agua, y de la mano de una voz en off que recuerda, narra, predice y reflexiona, pasamos de la historia de un hombre que tras un accidente nuclear debe viajar al Polo Norte, a la pesadilla de ese mismo hombre con bloques de hielo que gritan y amenazan con aplastarlo, a la historia de otro hombre hecho de hielo que cada primavera muere. Todo esto, a partir de un montaje pausado, diríase congelado, con largos silencios e intervenciones sonoras, hecho a partir de fotografías y materiales documentales recolectados durante la travesía.
Sueños de hielo, en tanto, se define a sí misma en la secuencia de créditos como “una ficción sobre un hecho documental”, un documental que se deja seducir por el género de aventuras, el thriller y la ciencia ficción; y a la vez, una película por encargo sobre la gesta heroica de la armada chilena de capturar un iceberg y llevarlo desde la Antártica hasta el pabellón chileno en la Expo Sevilla. Irónica y fabulosa en el sentido literal del término, resulta difícil distinguir el momento en que pasamos de seguir la historia de un hombre que por azar zarpa en un buque atrapa hielos, a la historia de un hombre que por un extraño fenómeno paulatinamente se transforma en un bloque de hielo. Como en La noche boca arriba de Cortázar, se trata del sueño gélido de ese aventurero, del sueño de un hielo capturado en la Antártica; y de refilón, del sueño de todo un país latinoamericano que por instantes, al hacer el camino inverso, de sur a norte, y colonizar con un trozo de hielo antártico el territorio moderno e ilustrado de la Expo Sevilla, cree ser parte de Europa y de su elegante gama de colores fríos.
Ahora bien, en Océan o Océano no hay hielos que sueñan o cuentan historias, y sin embargo, al detenernos en los pasajes del diario relatados, o al adentrarnos en la intimidad de cada uno de esos días cinematográficamente reconstituidos, accedemos a un universo paralelo de tiempos, lugares e historias que se entrecruzan. Están las antípodas pero también los puntos equidistantes, hombres y mujeres que miran el horizonte llevando su noción de territorio a cuestas, y como aparecería tal vez en un atlas, geografía y demografía, vísceras y estrellas; la décima de segundo, y la vida de un capitán de barco que ha recorrido el mundo, 20 años a bordo de un mismo frigorífico.
Comparte