El consumo ya no es la tentación en el escaparate baudeleriano, sino que vive en los manierismos que nos constituyen como arquetipos, reside no solo como un invasor del inconsciente, sino como la matriz que da forma a nuestra serialización.
El consumo replica su flujo infinito. Los ojos se pierden en los escaparates ardientes de diciembre. Al almuerzo del fin de semana, en las terrazas vaporosas del verano santiaguino, le sigue el café italiano, y las negras pupilas se replican en el fondo aconchado de las tacitas vacías, tibias, horrorosas. El horror de un vacío ineludible, que se vuelve a llenar con el consumo que le sigue, dispuesto a pacificar el escozor y la angustia de la exasperante vida burguesa o de la asfixia del trabajo incesante. Las miradas de los comensales se pierden y las botellas que van y vienen sustituyen los lazos destrozados. La mesa que nos reunía ahora es un tablero vacío. A la cena le sigue una copa y a la copa una película que mientras se reproduce se olvida. El tiempo pasa feroz por sobre nosotros anunciando que la vida que tenemos no es más que una excusa para no vivir. Que la vida es algo que pasa en otro lado.
Cada producto contiene la esperanza de una forma de vida, así como cada obra la cualidad de una reflexividad acabada, la posibilidad de una genialidad en llamas. Pero ya no es la época de los neones, replicados infinitamente por la avanzada santiaguina. Es el momento de las luces multicolores, de las chispas pixeladas sobre los rostros cansados. Es el tiempo de un brillo enceguecedor que se replica en las pantallas que se han tomado un horizonte atestado de la posibilidad de otra vida que no es aquí, de otro sujeto que no somos. El consumo ya no es la tentación en el escaparate baudeleriano, sino que vive en los manierismos que nos constituyen como arquetipos, reside no solo como un invasor del inconsciente, sino como la matriz que da forma a nuestra serialización. Nos volvemos aquello que nos ofertan.
María José Ayarza (1991) trabaja con esas imágenes residuales que, desprovistas de su contexto original, se vuelven extrañas y cómicas hasta el absurdo. Desde los estereotipos sexistas configurados por la publicidad, con su explícito macabro normalizado por la reiteración de su forma, hasta la irónica malversación de imágenes por medio del recurso musical. Chini Ayarza —como ella misma se hace llamar— levanta sus videos provocando la risa, pero también la melancolía inevitable que la comicidad del absurdo provoca: en todo lo cómico hay algo de real.
Esa relación especular que se forma entre el producto y el consumidor por medio de la publicidad, es tratada más directamente en el video Producto Nacional, donde un personaje protagonizado por Ayarza, al prender el televisor, entra en una especie de trance en el que su propia boca modula los comerciales más sexistas de la televisión chilena (al menos de esa temporada) y en el que se trasviste reproduciendo los distintos tipos de mujer anunciados: la latina candente buena para el reggaetón, la madre, la mujer promedio, la tonta indecisa, la niña bien y, la más de moda últimamente –y que supone superar a la clásica superficial plástica–, la sexy feminista con mucho carácter pero bien bronceada, entre otros estereotipos. Lo paródico y llamativo de este trabajo, caracterizado por una mayor inversión en producción en relación a otros de sus videos, es lo que de hecho hizo que fuera reseñado por un par de medios periodísticos. Podemos encontrar en internet un par de artículos de LUN o de revista Caras que reseñan y alaban Producto Nacional tanto por divertido como por crítico, haciendo bastante caso omiso de su propio rol como medios en el asunto que trata Ayarza. Ahora, estos mismos dejan de lado otros de los videos, que un su precariedad visual y en un tratamiento más fino del absurdo, son de una melancolía más brutal y que, personalmente, me parecen más interesantes. Como No nos moverán, que monta imágenes mudas de las fans esperando el primer concierto de Justin Bieber en el Estadio Nacional con un clásico de la Nueva Canción Chilena, o Sonata a diez orgasmos, que le valió el ser premiada en la bienal de arte y sexo “El dildo rosa”.
Ingresar en las imágenes televisivas, tanto de la publicidad como del periodismo, es necesariamente ingresar en un estado de ánimo y una forma de expectación colectiva. Es la estética de la esfera pública traducida grotescamente, donde las imágenes televisivas configuran una forma de ver, que solo necesita una leve distancia para develar aquello que en algún momento llamábamos “los mensajes subliminales de la publicidad”, pero que en la actualidad son más bien de una literalidad macabra: los medios han forjado al consumidor ideal por medio de una violencia sostenida a través de las imágenes, desde las formas de ser de la infancia, hasta el digno destino de nuestros cuerpos llegada la muerte.
Tres pantallas por hogar es la estadística chilena, o acaso lo acabo de inventar. Digamos que el televisor ocupa casi el cien por ciento de los hogares chilenos y las pantallas residen en nuestros bolsillos, en nuestra cama, en nuestros escritorios, en las rutas que diariamente recorremos donde cientos de edificios capitalinos reflectan su incesante recordatorio de consumo. Hay más consumidores que ciudadanos. Las pantallas iluminan las calles al atardecer, prometiendo una vida que nunca tendremos y que hasta cierto punto tampoco necesitamos.
Y nadie escapa de aquello. Seríamos esnobistas al pensar que, por la distancia que forjan las formas de arte amparadas por la academia nacional, por la hiper-reflexividad sostenida en los mismos textos de los autores que configuramos este número, somos inmunes a ello. El arte metaforiza escenas de un mundo interior nutrido, donde, en un intento de ponernos a la par, abrimos los ojos expectantes de una genialidad que, muy en el fondo, sabemos ya acabada, y que no logra satisfacer nuestras ansias de una revuelta de la realidad. Es raro el momento donde una obra nos roba el tiempo haciéndolo suyo, sustituyendo la necesidad de correr a la siguiente imagen, al siguiente video, a la siguiente obra en la persecución de algún tipo de afectación. El asombro ha vaciado las galerías y museos de un país en etapa de desasosiego. El reposo de las panzas llenas sustituye la ansiedad. Necesitamos cansar la ansiedad.
En ese sentido, el trabajo de Chini Ayarza, aunque en su primer estadio de constitución, provoca esa extraña dualidad de la sátira y contiene claramente esa estética que, a fuerza de impacto y proliferación, ha generado una forma de acercamiento a las imágenes desde la descontextualización y la ironía. Muy en tono con los infinitos videos de Youtube, que fragmentan desde extraños momentos periodísticos, comerciales y videos musicales de los lugares más exóticos del mundo –si es que eso aún existe–, hasta los montajes que, tanto desde la imagen en movimiento como estática, provoca cualquier puesta en el absurdo de un evento en particular o de una mala selfie, el trabajo de Ayarza utiliza este lenguaje que se ha vuelto generacionalmente identificable. Invadidos desde todos los medios por esas imágenes que parecen desechables, parece extraño, pero a la vez entendible por la contingencia crítica del medio intelectual y creativo, que los muros blanquecinos de la escena artística local no estén repletos de los desechos mediales –como el povera lo hizo en algún momento– para trabajarlo desde un lenguaje crítico, como sí sucede en otras partes del mundo.
Así, Chini Ayarza parece entender que el humor va siempre de la mano con cierta melancolía que el absurdo provoca. El zapping interminable es la búsqueda de un confort que nos elude, la búsqueda de una emoción que las horas de trabajo posponen. La pantalla entumece la ansiedad. Pero dicen que ese no es asunto del arte. El arte es el privilegio de hacer con nuestro tiempo lo que nos plazca, inmunes de la realidad. O al menos eso queremos creer.
Hay 2 comentarios a La triste sátira de las imágenes. Sobre el trabajo de María José Ayarza
Excelente artículo, la escritura tiene ese tono medio de inminencia que los propios videos tienen. Felicitaciones
Muchas gracias, Ignacio.
Un abrazo.
K.