Bajo el ojo escéptico del “extranjero ignorante”, este texto se presenta como el relato de un espectador de arte que merodea las salas de exposiciones
La noche del 17 de mayo fue una de las primeras realmente otoñales. Más que fría, oscura. Más que desolada, silenciosa. Con noches así, se hace bastante difícil ir a una inauguración de arte. A saludar, tratar de ver las obras entre los ruidosos comentarios, allí donde todos se apilan hambrientos y sedientos ante las mesas de un cocktail que nunca parece ser suficiente. Es el momento donde las obras menos importan. De todos modos, salí de mi casa y caminé al Museo de Arte Contemporáneo de la Quinta Normal, a unas cuadras hacia el poniente. Antes de partir solo retuve un nombre que una amiga me recomendó: Camila Ramírez. Y sobre ella sólo me informé de lo básico: Nombre, origen y técnica. Sin trampas.
Porque la primera relación con la obra es de uno a uno dijo Adriana Valdés alguna vez. La primera relación es desinteresada (casi cruzo la calle con el semáforo en rojo). El primer encuentro se debería hacer sin cátalogo, sin conocer al artista, sin pegarle en la espalda a nadie, me dije (un montón de gente se abalanza sobre una micro que va a Estación Central). Sin favores. Uno ante la obra o la obra ante uno y veámos qué pasa ¿Por qué perder el tiempo llenando esos lugares si no nos sucede nada cuando estamos frente a una obra? ¿Cuántas veces las obras instaladas no han superado apenas al vino servido en su inauguración?
Distraída, casi camino sobre el performista Francisco González, que padecía acostado sobre el asfalto, con sus extremidades amarradas a cuerdas que se conectaban con el interior del museo. Verlo tirado ahí intensifico esa desazón. Por los lugares comunes, por esos recursos que parecen innacabables aunque ya se encuentren completamente agotados. Mis expectativas se veían diluidas.
Esquivando al performista, entré al hall del museo. Oscuro, clausurado, la luz me guió hacía el ala sur. Allí, cómo dentro de una caja iluminada, una considerable pero no exagerada cantidad de personas conversaban y bebían. Más al interior, sobre un umbral se inscribía: Camila Ramírez Cuerpos de obra. Escéptica, entré en la sala.
La triple alianza de video/instalación/fotografía logra espantar el fantasma del gesto. A sus 23 años, la artista instala a dialogar diferentes dimensiones respecto al trabajo como problema político transversal, pero además, como asunto del arte. Un fragmento de un texto de Bataille inscrito en la entrada reseña en breve: el arte es un juego que se volvió trabajo.
En Cuerpos de obra, Ramírez trata limpia y seductoramente temas susceptibles a ser multidireccionalmente leídos e interpretados, por medio de la instalación de diferentes medios que atraen desde lo visual a las áreas de sentido posibles. El cuerpo que realiza un trabajo, una obra. El producto o resultado de una factura. El obrar del artista y el trabajador. El cuerpo como un todo orgánico compuesto por individualidades. El cuerpo de artistas, el cuerpo de trabajadores.
Todo el sin sentido que me invadió cuando llegué se aflojó un poco al salir. Mientras escuchaba los animados comentarios de mi acompañante respecto a lo que habíamos visto, pensaba que al entrar la relación había sido inmediata. Y más que la incertidumbre sobre la escena artística local, me regodeaba en sus posibilidades. Qué alivio, a ratos, salir de la crisis. Qué alivio, de cuando en cuando, encontrarse con obras que en vez de inventar sentidos a su alrededor, ponen en obra posibilidades de sentido. Qué valiente, Camila, qué bien diste la pelea. En el cocktail había cerveza.
Comparte