Con el boom del discurso regionalista hay un grupo que va a pérdida. ¿Dónde están? ¿Existieron realmente o es un mito de la izquierda internacional? ¿Qué pasó con ellos? Los grandes marginados de la periferia –y de la periferia global–, esos que se atribuyen el discurso del ‘otro’, ya no son más el otro, sino más bien bastante conocidos.
“Reconociendo las aspiraciones de esos pueblos a asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida y de su desarrollo económico y a mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones, dentro del marco de los Estados en que viven; observando que en muchas partes del mundo esos pueblos no pueden gozar de los derechos humanos fundamentales en el mismo grado que el resto de la población de los Estados en que viven y que sus leyes, valores, costumbres y perspectivas han sufrido a menudo una erosión; recordando la particular contribución de los pueblos indígenas y tribales a la diversidad cultural, a la armonía social y ecológica de la humanidad y a la cooperación y comprensión internacionales […]”. (Convenio n°169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes de la Organización Internacional del Trabajo, promulgada por el Estado de Chile: 02.10.2008)
En este ir y venir de fronteras y discusiones que tiene el fenómeno de la visibilización a las regiones hay un claro factor en deuda. Un grupo marginado, nuevamente, ahora de las prácticas artísticas: nuestros pueblos originarios. Cómo ignorar que hay zonas en nuestro país donde las comunidades indígenas identifican una carencia discursiva en el relato nacional respecto a su participación, y se hacen lugar en territorios extra metropolitanos, generando toda una dinámica de acción; por ejemplo, en la región de la Araucanía. La normativa respecto a la relación con los pueblos originarios solo da marcos legales, donde se disponen ciertos criterios de aplicación y disposición de derechos básicos en la resolución de manera práctica y efectiva de los problemas de las comunidades y los sujetos definidos como indígenas. La futura ratificación por el Estado chileno del convenio n°169, tras una encuesta que hará el gobierno a las comunidades indígenas –como señaló públicamente hace un par de semanas la presidenta Michelle Bachelet–, supone descomprimir el clima de tensión en el sur del país. Ahora bien, leyendo el convenio y viendo las primeras acciones que se realizarían con su ratificación; cuáles son los reales márgenes de inclusión, en un momento donde la cultura nacional ve la política como su fuente de ideas.
Estos márgenes a los que la ley se refiere, se reducen a la norma internacional, la cual es utilizada para sobrellevar –o sobrepasar– problemas de las comunidades. Esta es la manera que actualmente el Estado chileno soluciona o da infraestructura a necesidades sociales de estos grupos: por un lado, su privatización (medicalización, judicialización), es decir, se reduce a un problema privado de las familias, núcleos o comunidades; por otro lado, su institucionalización, ejemplificada en la patrimonialización con pretensiones etnocientíficas. Ahora bien, en el ámbito cultural hay una visión folclorizada al ver a estos como un patrimonio estanco que se debe conservar, teniendo nula visibilidad en la cultura pop o de masas.
Al hacer una revisión del panorama actual, el “indigenismo” (por denominar de alguna manera la aproximación de algunos autores nacionales, criollos, interesados en el problema de los pueblos originarios) es absolutamente relegado. Algo que es incluso más fuerte en un autor de origen indígena quien se adapta al discurso artístico-cultural occidental y debe dejar cualquier mantención de su acervo. Es decir, el sujeto debe autodefinirse desde las lógicas contemporáneas globalizadas: permitir la inclusión de autores que se determinen en nuevas categorías es absolutamente imposible. Pareciera ser que en este tipo de individuos la categoría norma, conductiviza, obligando al otro ser un “ciudadano”. El indígena en los puntos de circulación nacional, ingresa por su exotismo, pero no se le reconoce un lugar dentro de la cultura contemporánea, sino por el contrario, vive en un punto nulo de inclusión fáctica –como si levitara para mantenerlo en un estado inicial histórico. Por lo tanto, mientras existe una oficialidad del discurso, conservador o dignificador de una ideología, los artistas populares o creadores indígenas, son mantenidos en su condición de “otro”. Lo preocupante no es su marginación por parte de un grupo conservador, sino más bien por los “otros” oficiales.
Es interesante constatar que durante un tiempo nuestro país tuvo un progresivo desarrollo de su teoría sobre este tipo de manifestaciones de carácter vernáculo: indigenista o popular. Sin una fetichización del fenómeno, desde 1944, con la creación del Museo de Arte Popular Americano (MAPA) por obra de Tomás Lago (1903-1945), hubo una sistemática investigación sobre estas expresiones visuales. El mismo Lago se transformó en uno de los escritores más interesantes sobre el tema, logrando alcanzar puntos de definición y reflexión interesantes. Sin ahondar en una explicación exhaustiva, él y su círculo –entre los que contamos a Marta Brunet, Pablo Neruda o Delia del Carril– pensaban las artes populares como manifestaciones visuales sin nombre, con el fino desarrollo de manufacturas propias de las localidades, lo que estrictamente no excluía los nuevos medios que podrían aprehender. En estas producciones, las ideas de autor, obra o autenticidad se diluían en expresiones culturales que manifestaban la predominancia de una cultura imbricada y mestiza, desde lo indígena propiamente tal o criollo popular. De estas reflexiones nacieron artistas –o artífices o artesanos, esto realmente no importa– como: Santos Chávez, Héctor Herrera, las tejedoras de Isla Negra o las artesanas de Rari.
Así vemos como, dentro de un período específico de la historia nacional, hubo una reivindicación de estas expresiones visuales. Siguiendo los conceptos del teórico e historiador del arte paraguayo Ticio Escobar, estos grupos subalternos lograron insertarse y mostrarse como un canal franco de manifestación ante la modernidad hegemónica que se expandió por todo el Cono Sur. Sin embargo, la instalación de una política partidaria durante la Unidad Popular (UP), que comprimió el discurso de la cultura en pos de vanagloriar únicamente a las capas proletarias; esto marcó un retroceso en las propuestas de investigación, las que tan sólidamente vemos en cultores, académicos o no, dando paso a una visión folclorizante –como el cambio programático entre las direcciones del MAPA desde que se expulsa a Tomás Lago y asume por asamblea reformista Oreste Plath. Durante la UP la expresión visual de raigambre indígena o popular es, ante esto, artesanía, folclore. Ahora bien, en la actualidad la expresión visual de las comunidades originarias se reduce, nuevamente desde una perspectiva globalizada, a lo exótico; el otro definido desde el lugar de poder. En un momento del corto “Mapuches Millonarios” de Plan Z, la criada (el personaje de Vanessa Miller) dice: “A veces pienso que debería teñirme el pelo negro y cambiarme el apellido. ¡Ay no sé! Me debería poner un apellido así como Marinao, algo así, así me tratarían mejor”. Esto nos sirve para ejemplificar un fenómeno que se empezó a cristalizar durante los ’90, este “otro” es ajeno, extraño a los beneficios, y pasa estrictamente por una cuestión racial.
Digamos que los procesos culturales, cuando son interrumpidos, es difícil retomarlos: cambian o desaparecen. En este caso, tras décadas de estructura dictatorial, agonizó para transformarse en algo ajeno. Porque digámoslo, que durante la dictadura los supuestos actores que defendían la otredad estaban más interesados en criptificar su lenguaje para presentarse como vanguardia. La otredad tiene un rendimiento estético cuando es, nuevamente, código común de clase. Pues es difícil que nosotros como metropolitanos entendamos la situación de construcción cultural desde una comunidad de estas características, pero eso no quiere decir que tengamos que relegarlos a ese allá, y no traerlos al aquí, renovando las categorías.
Señalamos esto porque ejemplos de aceptación e integración de artistas populares contemporáneos de raigambre indígena existen en la región –nos referimos a América Latina. El caso de Carlos Federico Reyes (1909-2002) es ejemplar para analizar este problema. Mita’i Churi, su nombre en guaraní, es uno de los artistas de más larga trayectoria en la música popular paraguaya, y en su vejez empezó a pintar logrando tener exhibiciones en su país –una especie de Violeta Parra nacional, sin una mala película a su haber, ni una reducción lastimosa de su producción visual. Ahora bien, ¿qué es lo que pintaba? Este artista autodidacta logró desde una pintura plana y económica expresar el mundo desde su comunidad. A partir de las tradiciones y mitos de los guaraní hasta sus recuerdos de infancia, conociendo la guitarra y la confección del ñandutí (pieza de textil típica del Paraguay), son representados en una tela acuosa pero sensiblemente bien trabajada. Hoy, una gran colección de su obra, está dispuesta permanentemente en el Museo del Barro en Asunción.
Finalmente, el diagnóstico contemporáneo no da muchas esperanzas, si no se resitúa desde una perspectiva regional a estos grupos marginados. Porque si bien muchos artistas construyen su obra desde una reivindicación de su diferencia, sin quererlo (esperemos) se margina otra tanta. «Los indígenas son una cosa exótica, por lo tanto poco interesante». Podríamos señalar que es inclusive un problema de clases. Y digámoslo, en Chile se cree que no hay lucha de clases, bueno, este es otro ejemplo de esa invisibilización. Por mientras, esperemos los resultados de la encuesta, y que la criada y Galvarino, algún día, sean aceptados en la ruca:
“Galvarino: Mi amor.
Criada: No, ya déjame. Yo seré blanca y rubia pero me tienes que tratar con respeto, yo no soy de esas.
Galvarino: Pero si yo te quiero.
Criada: Pero tu familia nunca me va a aceptar.
Galvarino: Cierto ni el trailonco más caro te haría pasar inadvertida.
Criada: ¿A ti no te importa que yo sea blanca y rubia?
Galvarino: No, yo estoy por la igualdad de derechos. Tu pueblo ya ha sufrido demasiado en manos del mío.”
Plan Z, 1997.
Hay 4 comentarios a ¿Y dónde está Galvarino en el arte chileno?
Hay una hipótesis primitiva del texto, que no la entendí explicitada, de cierto determinismo modernofílico que, según se entiende, considera la fase modernizadora de la cultura* mapuche o indígena como una fase necesaria, lo cual es cuando menos discutible. Empieza por requerir una discusión sobre qué va a considerarse la cultura indígena, cuánto estamos dispuestos a entenderla o definirla exclusivamente en función de prejuicios modernos y capitalinos sobre una deontología de la cultura. Por lo demás creo que a estas alturas es incluso discutible el uso de la palabra cultura, con su extensísima y chirle definición actual, en relación con los “indígenas”.
Acá en algún lado hay un imperativo ético con respecto a la cultura no capitalina, o a aquello que vagamente denominamos esa cultura, a falta de una palabra más precisa que no sea a la vez peyorativa, que, podríamos decirlo así, no considera el derecho de la cultura a no tender a la alta cultura, y que mutatis mutandis, no considera el derecho de la buena artesanía a no tender a ser Arte Bello.
Estos presupuestos le permiten al autor considerar desierto el campo de la vida activa y de la vigencia, por no decir la actualidad, de las culturas indígenas al interior de la oferta cultural nacional. En rigor el campo que está desierto no es el de la cultura indígena sino el de la objetos en los que destaque la inserción forzada de la cultura indígena dentro de los presupuestos teóricos y epistemológicos del arte Moderno o de las Bellas Artes. La cultura indígena y sus síntesis urbanas sobreviven con excelente salud en el dominio de la buena artesanía, con toda la seriedad y el respeto que amerita esta nobilísima categoría.
El motivo por el cual el autor sugiere que la modernización de la propia otredad es una instancia necesaria proviene de la impresión, más propia del siglo XX que del actual, de que los pueblos indígenas han sufrido una cosmopolitización forzada y que por lo tanto ciertos asuntos propiamente urbanos o modernos constituyen de facto un elemento real de la situación material del indígena-autor. Esto es verdadero en el caso del Paraguay -motivo por el cual constituye un mal ejemplo para el análisis negativo de la actualidad de la cultura indígena nacional al interior de ciertos posibles circuitos. En el caso chileno podríamos contraargumentar que en rigor no ha habido una verdadera síntesis de cosmopolitización forzada de los pueblos indígenas con su cultura originaria. Uno podría arriesgar la hipótesis de que lo que de hecho ha sucedido es que los indígenas han ingresado a la metrópolis perdiendo su condición de indígenas y ganando la de pobres; y que por otro lado quienes han querido permanecer indígenas han sido segregados y mantenidos bajo estricta vigilancia en su lugar de origen. Dudo que casos como el Mexicano o el Paraguayo, en los que la cultura indígena es un asunto real en tanto estadísticamente la gran mayoría de la población no solo es sino que se considera a sí misma indígena.
Creo que en Chile esta proporción es considerablemente menor, además de ser absolutamente inactual en los programas culturales estatales.
Por lo demás
Esto nos presenta un escenario según el cual los indígenas, más que ser CONSIDERADOS de escaso interés para la cultura nacional, SON DE FACTO y estadísticamente hablando de escaso interés para la cultura nacional.
Esto no es un juicio cualitativo sino cuantitativo.
En cuanto al presupuesto de cosmopolitización forzada del indígena podemos proponer un contraargumento basado de hecho en evidencia, según el cual la forma de contacto que los “indios” del sur de Chile han tenido con la “civilización” en las últimas tres décadas consiste estrictamente en la neoliberalización de sus estatutos judiciales, el empleo empobrecido, la contaminación de la mal administrada industria energética y los azotes de la administración irresponsable de los recursos renovables y no renovables naturales. Todos estos lastres de “occidente”, que acosan permanentemente la calidad y la estabilidad de la vida de los pueblos originarios chilenos, son ciertamente mucho más tardocapitalistas y voraces que aquellos aparentemente nobles valores liberales y universales que acompañan la noción de modernización más vindicada en el siglo XX.
Otro asunto que llama la atención y que proviene del prejuicio según el cual la modernización es una fase necesaria para la cultura indígena es la exagerada importancia de la noción de cultura, comprendida en la acepción moderna o incluso posmoderna, que la define como algo siempre móvil. En rigor, podríamos decir de la cultura palestina o de la cultura medieval, incluso de culturas complejas conceptualmente hablando, como la japonesa actual, en ningún momento consideran la movilidad algo inherente o necesario para la cultura.
En ese sentido no es extraño ni es malo que un pueblo considere el ejercicio de su cultura como el cíclico repetir sus hábitos ya patrimoniados, y no a someterlos constantemente al arbitrio de lo contingente. Quiero plantear la pregunta: ¿Es un PROBLEMA REAL el hecho de que los valores culturales mapuches tiendan a parecerse a postales de sí mismos? Quiero decir, ¿no es admisible para los pueblos indígenas definir su cultura como la repetición de sus esquemas más elementales?
Gracias por el comentario Federico. Sin embargo, creo que así cómo tu no ves una hipótesis explicitada en mi texto, yo no puede seguir el desarrollo de ninguna de las dos, tres o cinco hipótesis que tu presentas en el tuyo. Por ello, creo que me quedaré con la pregunta final y un comentario que me pareció interesante (que a todo esto parece movilizar todo el resto). Primero, a tu pregunta si: “¿no es admisible para los pueblos indígenas definir su cultura como la repetición de sus esquemas más elementales?”, por supuesto que sí, si ellos dentro de sus comunidades lo determinan de esa manera, pero también uno como mestizo puede apropiarse de ciertos rasgos que le parezcan necesarios, fundamentalmente, para su sociabilización. Respecto al comentario: “Esto nos presenta un escenario según el cual los indígenas, más que ser CONSIDERADOS de escaso interés para la cultura nacional, SON DE FACTO y estadísticamente hablando de escaso interés para la cultura nacional.
Esto no es un juicio cualitativo sino cuantitativo”. También pienso que tienes razón, pero donde te equivocas radicalmente, es en pensar que estoy haciendo una reivindicación considerando las estadísticas. Para hacer sociología, pues bueno, que la hagan los sociólogos. Acá yo propuse una lectura crítica a la escena, con toda la laxitud y empacho que este género de la literatura me permite (además si fuera por eso ninguna minoría podría expresarse).
Nuevamente gracias.
Disculpa la ignorancia, algunas cosas entendí y otras no tanto. Quiza debas hablar mas sencillo, si es que quieres incluir a gente que, por ejemplo, no goza de educación universitaria.
Saludos.
Puedes tener razón Simón. Por un lado es difícil desprenderse del “tono” adquirido en la academia, esta es una tarea que por lo menos yo intento hacer constantemente. Y por otro lado, justamente este texto me obligó a revisar términos que tienen que ver con el derecho jurídico, leyes que por su tecnicismo configuran un léxico totalmente propio (que se cuela en lo que uno escribe). Lo tendré presente, saludos.