La obsesión por la realidad de la fotografía chilena ya no pasa por la denuncia y visibilización de marginalidades, sino que se traslada a situar a la fotografía como una práctica quirúrgica del tejido social.
Si se trata de una obsesión por la realidad, la historia de la fotografía podría leerse desde el esfuerzo insistente por su reproducción veraz; por hacerla visible y perdurable en el tiempo con enfermiza fidelidad. Desde los experimentos crono-fotográficos de la segunda mitad del XIX, con los que alguna vez se quiso aprehender, a través del movimiento, el tiempo en una imagen estática; pasando por el 3D de la estereoscopía, hasta llegar a los avances actuales de la fotografía digital que aumenta imparablemente la cantidad de pixeles, lo cierto es que la realidad como objeto y objetivo se ha vuelto un abismo, uno que a veces se abalanza sobre el medio que quiere captarla, inoculándolo.
De una analogía inocente y plana, la fotografía ha pasado a tener la voluntad de una representación virtual ya cuasi-teatral de las condiciones físicas que se dan en la realidad. Sin embargo, y, en realidad, la realidad en la fotografía toma hoy otros rumbos en el pequeño valle del contexto artístico local. Ciertos accidentes geográficos de éste nos llevan a pensar que la representación de la realidad no pasa por transmitir con veracidad sus condiciones físicas a través del millón de pixeles de una fotografía. Para cierta fotografía chilena, la realidad adquiere su potencia como coeficiente social, haciendo la labor microscópica de ampliar los virus que contaminan lo socialmente marginado; la fotografía como testimonio de micro-realidades. Aquí la obsesión no es sólo por la expansión de las tecnologías del medio para mostrar la verdad más verdadera posible, sino por testimoniar desde una mirada autoral contextos sociales que una limitada concepción de la realidad ha llevado a sumergir, o, en el peor de los casos, a confundir con la exotización denunciante del reportaje noticioso.
La muestra más reciente de Cristóbal Olivares expuesta este año en un céntrico instituto profesional de Santiago da cuenta de este giro. “En el nombre de Karen” es el título del ensayo fotográfico de este autor de veinticuatro años. Olivares decide inmiscuirse en el hastío cotidiano de una mujer de treinta años que vive en Puente Alto con su polola y la hija de ésta. La cesantía y la depresión cruzan la vida de Karen, y la mirada de Olivares documenta un día a día sin sobresaltos ni excentricidades. Es la imagen de una existencia periférica, marginal y desganada, pero que sin embargo persiste. El ensayo aquí opera como el formato que devela esta realidad pero sin estereotiparla. Incluso con las fotografías frente a mí, llegué a pensar en la presencia “tan poco presente” del fotógrafo. Ángulos y perspectivas que lo sacan incluso del cuadro que construye nuestra mente cuando pensamos a un ser humano detrás del lente. Es una fotografía opaca, densa y nebulosa, pero muy transparente a la vez. Atrás quedó el “instante decisivo”: la fotografía de la existencia de Karen está completamente ahí, en una ausencia lo suficientemente plana, en una existencia completamente abrupta.
Esta ensayística medidora de una micro-realidad en Olivares, marcada por un develamiento plano e introspectivo, tiene antecedentes bastante próximos y sintomáticos. ¿Espíritu de época? ¿Estereotipo? Como sea, lo cierto es que parece ser una tendencia que se marca al paso de determinados intentos, algunos más fallidos que otros.
El 2007, el fotógrafo Cristóbal Traslaviña, acercándose a una especie de investigación de campo en primera persona, comenzó una serie fotográfica que tomaría forma bajo un título donde el autor se cuestiona a sí mismo en busca de una postura propia (¿política, poética, moral?) frente al mundo: “¿Cómo documentar el mundo sin renunciar a asumir una posición, la mía propia, en este mundo?”. Traslaviña no interviene a otro sino a sí mismo, mostrando escenas moteleras, drogadictas y ante todo siempre nocturnas; son los vaivenes de sus trasnochadas salidas los que marcan las imágenes (el ruido que transmiten las fotografías suena parecido al de Nan Goldin). De la extrañeza de la abyección se pasa rápidamente a la familiaridad de aquellas búsquedas que tomaron posición explotando los extramuros de la sociedad; el exotismo de la marginalidad prostibularia, narcótica, travestida y reventada. Demasiada exposición y redundancia ante la pregunta de Traslaviña y, además, una contra-pregunta: ¿no es posible que sea siempre el mismo cuestionamiento personal que recorre a toda obra? Aquí, la obsesión de realidad traspasó los límites de cierto narcisismo en una propuesta autoral (que es siempre inevitablemente narcicista). No habría más realidad que la suya propia para tomar posición; el doble yoísmo de la que se vive detrás del lente y frente a él.
Pero volvamos a la búsqueda de micro-historias en realidades menos sobre-explotadas. En “La Balada de José y Valeria” (2009) no hay exotismos: es una historia personal, una narración microscópica de la relación de pareja entre dos jóvenes que no han encontrado oportunidades en este país que dice estar tan lleno de ellas. Ante el desempleo y el deseo de vivir juntos, ambos deciden ocupar una casa del centro santiaguino. Fabián España ensaya la poética de construir dentro de una arquitectura derruida, la historia de un amor pobre, ruinoso y conmovedor. Como la vida de Karen mostrada por Olivares, este ensayo no retrata excentricidades ni busca denunciar: documenta con una imperceptible transparencia los afectos de esta pareja que desde la pobreza construye un cerco, dando el efecto de realidad sin enrostrarla. La realidad existe porque no hay distancias, no se la percibe exótica, denunciada, fuera de ella misma.
Esta transparencia tiene un antecedente con algunos sobresaltos. La serie “Living periferia” (2008-2011) de Alejandro Olivares demuestra más una denuncia que la construcción de un ensayo documental. El relato acá es mostrar la realidad de los márgenes delincuenciales, del pasatiempo de la drogadicción juvenil y el manejo de armas vivido en la periferia de la comuna de Puente Alto. El autor pasa a vivir con los retratados, captando los mecanismos de sobrevivencia en un contexto hostil y siempre riesgoso. El fotoperiodismo pesa con ese carácter denunciante y estereotipado que le impide la entrada a lecturas que no sean las del tipo “qué cruda es la realidad, esto realmente existe”. Es cierto que con cualquier imagen marginal y explícita pensamos lo mismo, pero la fotografía debiera otorgar espacio para el despliegue de otros discursos, desbordándose a sí misma cuando la encasillamos en los géneros tradicionales del documental y el reportaje. “¡La realidad es terrible!”, se dice o se piensa en muchas casas a la hora de las noticias; lo sabemos, pero podemos hacer diversas lecturas de ella, que vayan más allá de la sorpresa y el estupor ante escenas dolorosas y violentas, que más anestesian que estimulan.
Por nombrarla de algún modo, resulta paradójica la pregunta que motiva una de las últimas convocatorias hechas en Chile para jóvenes fotógrafos. El concurso Saltando Muros, hizo un llamado a nivel iberoamericano para estimular la circulación internacional de la obra fotográfica de autores emergentes. Lo que introduce al tema del concurso ya nos suena familiar: “Este tema está referido a la realidad que rodea al artista y su idea o pensamiento sobre la misma, si le gusta, si quiere cambiarla o intervenirla”. La pregunta final es la misma que me hice luego de leerlo: “¿puede cambiar la realidad a través de un proyecto de fotografía?”. La obsesión por la realidad de la fotografía chilena ya no pasa por la denuncia y visibilización de marginalidades, sino que se traslada a situar a la fotografía como una práctica quirúrgica del tejido social, “cambiando”, “interviniendo”. ¿Un asistencialismo a través de la imagen? Las prácticas visuales que construyen discurso no serán nunca eso. Es el mismo malentendido de las idas y venidas con el psicólogo: no va a solucionar tus problemas, son herramientas entregadas para que tú mismo los soluciones. Si la fotografía puede hacer algo no es cambiar la realidad sino trabajar dentro de ella, develándola y expandiendo los horizontes discursivos que le dan sustento. Desde ahí, la realidad debe mirarse a sí misma; es ella misma la que debe auto-intervenirse. La obsesión causó la confusión. Basta con el arte solucionador de problemas.