¿Cómo se reactualiza el videoarte respecto a las paradojas de su relación inicial con la industria televisiva?
Redimir el crimen del voyeur fue y ha sido desde su origen la tarea autoproclamada del videoarte, en tanto repasa ácidamente la compleja verdad de nuestra relación con los regímenes de lo visible, la actualización de esta premisa no deja de darnos que pensar. Primero, porque dichos regímenes siguen auxiliando acercamientos críticos (cualitativamente sugestivos y que repasen el curso de la tecnologización indiscutiblemente determinante en términos epocales). Y, segundo, porque el género mismo está constantemente en la controversia de su, en palabras de Rodrigo Alonso, “des-definición”.
En función de estos diagnósticos me gustaría señalar aspectos que pueden situarnos ante las propuestas audiovisuales de Boo Australia, exposición que inicia un ciclo anual de 10 muestras internacionales de videoarte en el Centro Cultural Matucana 100. Veintitrés videos de nueve artistas curados por el australiano Tim Welfare que, aparte de buscar hacerle justicia a la total remodelación de Galería Concreta, oscilan entre ser ejercicios de reconocimiento y obstinación.
Después de un rápido recorrido nos asalta ya un primer asunto. Me refiero a aquella curiosa y sutil remisión a lo que permitió en algún momento la autonomía del soporte video (desconozco de hecho si existe un tipo de arte que provoque tan inmediato movimiento retroactivo). Sobre esto hay mucho ya visitado. La subversión de los procedimientos y presupuestos de la televisión (“oponerse a esa relación incestuosa” decía Néstor Olhagaray) fue lo que le dio lugar al videoarte allá en los años sesenta, década de radicales experimentaciones en el arte contemporáneo.
Desde la visibilización del espesor significante, siguiendo las dialécticas transformadoras de la tríada pintura-fotografía-cine, el video permitía la reflexión de los medios en el contexto de la apocalíptica revolución de la imagen tecnológica ─me refiero por supuesto a las teorías del simulacro y la velocidad de autores antología como Jean Baudrillard y Paul Virilio. Este gran enunciado, podríamos decir, toma forma en distintos niveles en esta muestra.
Es, en este sentido, interesante el examen al cual se somete el artista Denis Beaubois en su video In the Event of Amnesia the City will Recall (En caso de amnesia, la ciudad recordará) de 1997. Durante tres días (tres etapas) el performer inventa una especie de progresivo diálogo con una cámara de vigilancia. La paciente interpelación foucaultiana del artista, nos hace ingresar a una condición de público asimilando la cámara como protagonista y adquiriendo en ese desdoblamiento un sentido de experimento sociológico respecto a la relación sujeto/ciudad: el cedazo del video hecho lucidez de posiciones.
Hecho pragmatismo podría ser Switching (Cambio) del 2004 de Ian Andrews donde la ciudad es la de la alteración rítmica de los espacios que “sin la presencia humana” son siempre no-lugares, como diría Marc Augé. Desde una lógica distinta, Emile Zile con Larry Edmur’s Suit (El traje de Larry Edmur) del 2003, se ubica a sí mismo en un lugar paradigmático dentro del reconocimiento y la posición de los involucrados. El artista encarna un relato como participante de un popular programa de juegos televisivo. Aquí es donde se hace más literal la vieja intencionalidad de remisión al cuerpo de un lenguaje “enemigo”, que opera siempre como límite.
Pero, como diría Borges, hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos. ¿Sigue siendo el drama de la “espectacularización de la política” y la “sociedad del espectáculo” el revisitado leiv motiv del videoarte? No hay que avanzar mucho en la respuesta para intuir que esta negatividad, instaurada por la crítica ideológica de los tiempos iniciales de la industria televisiva, abandona varias dimensiones de su naturalización.
Quizás sea precisamente el agotamiento de esa negatividad lo que se le traspasa a ratos al videoarte, esto explicaría también cómo el mismo como dispositivo repite un modelo reconocible de crítica, prefijándolo. Pero no nos contagiemos, la integración (asimilación y predeterminación) del coeficiente de artisticidad o potencial crítico de la obra respecto a su genealogía técnica es solo uno de los agotamientos del arte contemporáneo en general, este sí es el enemigo una y otra vez.
Bajo una perspectiva de formalización de este problema considero necesario leer dos propuestas de la muestra que en un primer momento estaríamos tentados a atribuir a dicho agotamiento. Estas, mediante procedimientos viciados permiten instalarnos desde una esfera más “material” (pese a que su anclaje referencial sea inmediato). Evaporated Music 1 (Música evaporada 1) del 2003 de Philip Brophy y 6PM Personality (Personalidad 6p.m) de 1999, también de Emile Zile. Ambos llevan por medio de estrategias semánticamente ruidosas la apropiación y alteración de referentes mediáticos de la cultura de masas.
En el primero, el sonido es intérprete de la fractura, el que deformado casi inquietantemente sostiene el carácter ecléctico del montaje extraído de varios videoclips. No es casual que esta sea la matriz trastocada, ya que recuerda que el videoarte obliga a leer la visualidad de la música y el sonido de la imagen. El trabajo de ese juego sinestésico es el que han exquisitamente explotado diversos videoartistas a lo largo de su corta historia (el misticismo de Bill Viola, por ejemplo, es motivado entre otras cosas por esa búsqueda). Bello momento traen al practicar darle una forma a la temporalidad. Tarea formal originaria del videoarte por antonomasia.
Asimismo, es productivo suspender el problema del espectáculo, más que por el cinismo posmoderno que ya nos gobierna, porque los momentos de fractura o “cortocircuito” no se encuentran necesariamente en la experiencia videográfica artística (por ejemplo, en la violenta sublevación en contra de la producción del Canal 13 que uno de los equipos del reality Mundos Opuestos protagonizó hace algunos días, intentando abandonar el encierro).
En los procedimientos de este tipo, virtuosismos audiovisuales desde un video propiamente referencial, es que pueden reconocerse varios de los trabajos de Boo Australia. Y no así aspectos más “pictóricos” (en el sentido de un rigor puesto en los procesos de factura de lo visual) o más relacionados a las políticas del cuerpo, el espacio y la identidad (quizás ya sobreexplotados por videoarte de los ochenta). Lo que resalta al contrario es la producción de cuerpos narrativos que utilizan la yuxtaposición de significantes mediáticos, la descontextualización icónica y la hiperfechitización como índice crítico. Otro tipo de política.
Los que definitivamente dan un paso distinto son la serie de videos de las integrantes del colectivo The Kingpins, que apuestan por la puesta en escena de diferentes teatralizaciones con estéticas precisas pero exóticas. Men’s Club (Club de caballeros) del 2001 y Versus (2002), recargadas tipologías del rock y lo masculino, son encarnados por las cuatro artistas quienes bajo la lógica del travestismos exceden a la vez que desvirtúan, mediante el cliché de dichos géneros, el verosímil de la construcción. El momento de identificación de este lugar es radical e inmediato gracias a la hiperfetichización de la que abusan por medio de gestualidades, maquillajes y vestimentas.
La lista podría seguir con Welcome to the Jingle del 2003, Hieronymus Posh del 2007 y Sydney Infinity (Infinidad de Sídney) del 2006. En ellos se escenifican intervenciones en el espacio público en Sydney de tipo performática, las que también utilizan la acción transformista en una alegoría al deporte. El primero simula un de javú al repetir una coreografía en cinco Starbucks (símbolo unánime de la globalización neocapitalista). La segunda está más ligada a la arquitectura y opera más bien, al igual que varios de los videos de la exposición, a la resistencia del espectador en tanto dos de las artistas repiten una y otra vez un mismo movimiento (el especialista en probar la resistencia del espectador es C’Mon (Vamos) del 2006 de Tony Schwensen).
Pero es Polyphonic Ring Cycle (Ciclo de tonos polifónicos) del 2009 en donde ocurre la propuesta más afianzada del colectivo (juicio quizás influenciado por ser el último video de la exposición y del qué más imágenes circulan). Las cuatro artistas, vistiendo absurdos trajes, le dan simples y risibles coreografías a populares canciones emitidas en formato ringtong que van sucediéndose después del que reconocemos viene predeterminado en los teléfonos móviles.
Pienso que el carácter representativo de este trabajo respecto al conjunto total de videos se debe a que se articula como un producto autónomo. Como Matthew Barney introducía la crítica institucional de las artes por medio de místicos teatros (no sólo la estética nos remite a él), The Kingpins lo hace respecto a las referencias pop globales exacerbando el carácter de lo intensionadamente ridículo. El recurso satírico es acompañado en todo su trabajo por la incongruencia y gratuidad de ciertos elementos visuales y decorativos.
Asumo que desconozco la clasificación de este tipo de trabajo. Lo cierto es que se percibe como una especie de síntesis una vez que has visto todo el material, el espectador intuye un verosímil, solo que le resulta icónicamente infamiliar. Aun así, la construcción se sostiene por sí misma pese a la violación aristotélica. Quizás lo que más incomode de aquellos límites de lo risible, es que existe una extraña pulsión de autocensura cuando nos reímos viendo un “trabajo artístico”, tocar el efectismo o la espectacularización nos hace sentir todavía culpables cuando somos espectadores aspirantes a una experiencia “desalienante”.
“Boo”: Palabra para asustar o mostrar desilusión. Welfare aspiraba a una especie de representatividad idiosincrásica de lo australiano. Habla de ellos como sujetos diversos y complejos, de un humor complicado, inseguros, paranoicos, herméticos, desanimados, hipnotizados y burdos. Se entiende entonces la relación que establece con nosotros apuntada en el texto curatorial: “Australia encontró su voz a través de otros”.
¿No era la relación de Australia en el contexto chileno lo que el curador dos años residente en Chile pretendía poner en obra con esta exposición de videoarte australiano? Primero debemos preguntarnos qué tan posible es esta operación. Muchos de los trabajos por sí solos hacen mención a la homogeneidad inducida por el tecnoconsumo, ya sea formal o narrativamente (quizás propuestas como A Lake Without Water (Un lago sin agua) del 2006 de Alex Kershaw, se aíslen un tanto de este tipo en términos poético). Esto articula no sólo los videos de Boo Australia sino problablemente muchas muestras de videoarte actuales. Pero el desafío no deja de llamar mi atención.
Circunscribir, territorializar a una cultura en los tiempos paradojales de la sobremodernidad; configuraciones locales en un contexto planetario resistiéndose por ejemplo a la homogeneización de los mismos medios. Quizás la referencia a esta caracterización buscada en Boo Australia resulta más identificable viéndola como los resultados de una investigación de las formas que adoptan los mismos problemas, con el fin de entrever en ellas si es posible todavía distinguir un contexto de otro: cómo se materializa el sarcasmo de su consciencia, cómo ingresa la política de lo real, cómo se reactualiza el espectáculo, etc. El videoarte no escapa a estas cuestiones transversales del arte contemporáneo, en ello toca su diagnóstico epocal el cual nos presiona a que podamos verlo incluso si en el camino nos sentimos culpables de reírnos demasiado.