Valparaíso es una de las pocas ciudades en Chile que, debido a su planimetría socio-cultural, ha permitido la puesta en marcha de plataformas autónomas para la difusión y circulación de arte contemporáneo. Un buen ejemplo de esto son Worm Gallery y Pía Michelle que, más allá de estar colectivizados, exhiben una pauta que transgrede sus mismas normas.
Las ideas e intercambios siempre han constituido una parte esencial del trabajo artístico. Más aún, en estos tiempos donde los proyectos construidos sin la intervención curatorial –tan en voga– despejan el contenido del espacio expositivo, sus criterios y súbitas ideas.
Pero, cuando se explayan argumentos que tratan de profundizar en esos esquemas de difusión y circulación, no debo dejar de mencionar lo que ocurre con las colectivizaciones en la ciudad de Valparaíso.
Esta metrópolis, limitada por cerros y un puerto, articula funciones colectivas, al mismo tiempo que repercute en las prácticas artísticas actuales. Un espacio territorial que expande, hacia cada rincón, su realidad local. Y desde la interpretación de sus fenómenos artísticos enclavados en la cultura visual, esta ciudad es el terreno, por antonomasia, que permite renovar el foco analítico que ha interpretado este país sobre los colectivos de arte.
Un colectivo, actualmente, debe emplazar la práctica artística que yace en la escena o realidad local y, por sobre todas las cosas, debe re-crear un formato multidisciplinario el cual permita mantenerlos alejados de la cuestionada lectura hermética que aparece, por ejemplo, en la educación universitaria de artes visuales.
Pero desde el puerto me encuentro con dos realidades que, con diferentes enfoques, tienen en común la operatividad que los colectiviza como tal. Worm Gallery y Pia Michelle saben que la colectivización no crea productos, más bien articula una pauta que visibiliza sus posturas ante el diálogo y la crítica.
Además, lo que ocurre con estos dos proyectos es que no solo enfrentan la estructura de independencia absoluta, sino que, es a partir de esta condición, que nos proponen un análisis del trabajo de la institucionalidad cultural vigente. Sin embargo, esa misma forma de independencia del sistema los lleva a crear un referente institucional que, ciertamente, mantiene su disidencia.
Entonces, por un lado, Worm Gallery problematiza su visión en un espacio multicultural enclavado en el cerro Merced. Desde ese barrio, conviven con la anti imagen turística de la ciudad y evocan una residencia, discusión y reflexión de la producción experimental de un grupo de artistas, críticos y gestores culturales. Y también, este colectivo, nos sugiere rescatar la circulación de esa producción incipiente. Esa producción que pretende problematizar el criterio con el cual actúan los espacios de exhibición y las interrogantes surgidas desde los curadores, coleccionistas y galeristas frente a una variedad de proyectos que subrayan lo alternativo e independiente.
Mientras tanto, en otro lugar de la ciudad, nos encontramos con Pia Michelle, un colectivo integrado por Soledad León, Javiera Marín y Pablo Saavedra quienes han establecido un espacio para el diálogo y el intercambio. Asimismo, desde sus articulaciones primarias han buscado emplazar a los tradicionales dilemas que bosqueja el arte contemporáneo en Chile a nivel “regional”. Por esos motivos, Pía Michelle ha convertido su oficina en el lugar que acoge y gestiona procesos de creación, tanto en galerías y centros culturales, así como también en el espacio público. Pero todas estas gestiones tienen por finalidad detectar las falencias que afectan a esa promoción de los artistas visuales, agrupaciones y colectivos.
Y ante estos juicios recojo una pregunta ¿cómo se lleva a cabo la práctica del colectivo versus el dilema de circulación? Al ver el trabajo, tanto de Worm Gallery como de Pía Michelle, más allá de parecer emergentes, trabajan para la emergencia de su escena. Una escena que está disgregada en varias y en donde la gran mayoría de artistas egresados, que bordea los treinta años, han sido desterrados para no aportar, ni mucho menos sugerir en este campo. Por lo que, crear espacios que alteren las conciencia de las ideas más vetustas, es imperativo a la hora de evaluar la construcción de lugares que alberguen los cuestionamientos del trabajo actual de las artes visuales en este país.
Hoy en día todos sabemos, pero pocos cuestionamos los problemas que ocurren en la capital ante la gran cantidad de agrupaciones de artistas jóvenes que desean validar su trabajo y que, lamentablemente, al no conocer el “territorio”, se ven enfrentados a problemas que van desde la gestión de sus proyectos a la forma en cómo conceptualizan las obras. Obras que son estudiadas tanto para los aspectos museales como para el espacio público, entre otras cuestiones.
Es por esto que, para hablar de colectivización, debemos comprender el concepto de territorio que, ampliamente, ha sido retratado dentro de un espacio geográfico como el porteño. Por lo que el sentido de ese territorio, visto a través de estos proyectos de colectivo, no tiene relación alguna con esa opinión social concertada del territorio y que principalmente ha sido emitida por la “escena chilena del arte” con domicilio en Santiago.
Finalmente el trabajo de los colectivos no significa un grupo de artistas en contra del sistema o un sistema que aglutina un par de obras. El ejemplo que rescato de estos porteños es el interés por gestionar un modelo que comprende una circulación y no solo la producción. Un asunto que deja en tela de juicio el trabajo del sistema de producción y promoción del arte contemporáneo y que nace desde las mismas instituciones que el Estado chileno valida para ese cometido.