Arte y Crítica

Crónicas - noviembre 2014

Todo poeta es un coleccionista: sobre la colección privada de Sergio Parra

por Katherinne Lincopil

“Cuando dejé de escribir comencé a ver las obras como poemas que me hubiera gustado escribir”

Todo poeta es intrínsecamente un coleccionista. El poeta colecciona experiencias, imágenes, momentos de absurda belleza o de terrible desamparo. Los poetas y artistas de la generación de los ’80 eran lo que Sergio Parra llama “callejeros”. Se lanzaban a las calles de Santiago a vivirla, olerla, observarla, amarla.

Así comienza esta historia. Son las tres de la mañana, corren los años ochenta y Sergio Parra camina por Bellavista hacia la pieza donde vive en Independencia. Viene del taller La Brocha, donde trabaja su amigo Pablo Domínguez, con quién se había pasado la noche bebiendo y conversando de literatura, de poesía, de arte, de mujeres más crueles que el invierno. Hablan de la obra de Pablo, se extasían, se atropellan, se deprimen. Corren los ochentas en Santiago y Parra, con 24 años, camina desde el taller hacia al sur con paso alcohólico pero firme. Lleva un cuadro de Pablo Domínguez bajo el brazo, que por pura ebriedad o por puro cariño termina regalándoselo. Llega a la pieza y lo deja entre otro montón de cosas que le han regalado en ese tiempo. Se lanza sobre la cama y se sumerge en el profundo sueño que suele culminar una noche de alcohol.

Esa es la imagen que representa sus inicios como coleccionista.

Elías Adasme y Paula Anguita en la colección de Sergio Parra.

Elías Adasme y Paula Anguita en la colección de Sergio Parra.

Sergio no es de Santiago, es de San Rosendo. A los 16 años se instala en la capital. Trabaja como junior y vive en una pieza en el Barrio Franklin. Gana poca plata, pero logra comprar algunos libros, algunos viejos ejemplares fundamentales de segunda mano y otras primeras ediciones de poetas locales como Nicanor Parra o Enrique Lihn. Se obsesiona con coleccionar esas primeras ediciones, dibujos, manuscritos de sus amigos, poetas como él. Tesoros que guarda en esa pequeña pieza en la que logra armarse una biblioteca escueta, pero absolutamente respetable. Trozos de una biografía en curso.

A los 21 años queda cesante y se ve forzado a vender todo.

El horror de la dictadura se confunde en la cabeza de Sergio con los recuerdos de los bailes en las casas de sus amigos después del lanzamiento de cada libro, con las felices borracheras, con las largas conversaciones nocturnas. Su vida como poeta se desenvolvía sobre todo en esas escenas que transcurrían en lugares como La Brocha o Matucana 19, en las que participaban además artistas como Samy Benmayor, Bororo, Eugenio Dittborn, Juan Dávila, y escritores como Jorge Teillier, Diego Maquieira, Nelly Richard y Diamela Eltit, entre muchos otros. Tantos catálogos sobre las mesas de los bares de la capital, olvidados o dejados a propósito para despejar las manos y el cuerpo para seguir bebiendo y bailando.

Eduardo Sarabia y Giancarlo Scaglia en la colección de Sergio Parra.

Eduardo Sarabia y Giancarlo Scaglia en la colección de Sergio Parra.

De muy joven comienza a visitar galerías y se queda largo rato frente a obras que le maravillan. Ve en esas obras la consumación de un lenguaje poético que en la literatura es muy raro, ve la experticia técnica de un artesano, la factura impresionante del que, luego de un largo proceso, llega a un resultado que logra detener la mirada y maravillarla. En esos años se ve atrapado más con las conversaciones entre artistas visuales que en conversaciones con poetas, que le parecen de un narcismo repugnante.

A los 24 años comienza a trabajar en una tienda de ropa y escribe poemas en el papel que sirve para envolver las prendas. Cuando llega a su casa, junta en el piso los poemas del día con el resto. Los ordenas, los reordena. Genera un gabinete visual, poético y estético. Y así, en 1987, publica su primer libro: La Manoseada. El libro le permite ser beneficiado con la Beca Pablo Neruda, con la cual viaja un año a Estados Unidos. Allá conoce a una chica norteamericana cuyo problema no es precisamente la plata, y gracias a ella compra su primera obra: una pintura de un artista norteamericano que no recuerda con exactitud. Recuerda siempre un pequeño cuadro de un artista de Chicago que compró en una subasta en Carolina del Norte. Es la pintura de un hombre o un animal saliendo del agua, rodeado de una ciudad en ruinas.

Bernardo Oyarzún "Bajo sospecha", 1998, colección Sergio Parra.

Bernardo Oyarzún “Bajo sospecha”, 1998, colección Sergio Parra.

Quizás, piensa ahora, se vio reflejado en ese cuadro: se separa de la chica y el cuadro se queda en Estados Unidos, con gran parte de los regalos de esos años. Otra vez pierde su colección. Vuelve a Santiago a trabajar de junior y vuelve a la ruina. Luego vive en una pieza en la calle Monjitas, cerca de la librería de la que ahora es dueño. Hay un boom en esos días por fotografiar a los poetas de su generación y sus amigos fotógrafos le regalan retratos de escritores, los que cuelga en una de las paredes de la pieza. Muchas de esas fotos se encuentran en el departamento que está arriba de D21, la galería de Pedro Montes. En muchas de ellas se puede leer “Con cariño para Sergio Parra”.

No hay ninguna obra de su colección que no sea en parte afectiva, en parte trozos de una generación. Su generación.

Pasan los años. Deja de escribir con su último libro publicado en 1999. Deja de tomar cuando le quiebran una pierna en una pelea de bar. Con la pierna enyesada, se sienta en el sofá de terciopelo verde en su departamento frente al Cerro Santa Lucía. Mira el departamento casi vacío, desatendido por tantos años de alcoholismo. Ve las rumbas de obras embaladas y llama a un maestro para comenzar la instalación de lo que ahora parece una pequeña galería privada.

 Las Yeguas del Apocalipsis en la colección de Sergio Parra.

Las Yeguas del Apocalipsis en la colección de Sergio Parra.

Esta es la historia que me cuenta en un café en José Miguel de la Barra, al lado de la librería Metales Pesados. Me dice que vayamos a su departamento a fumar un cigarro y que me muestra su colección. Ya hemos fumado al menos tres. Se para rápidamente y le dice a la mesera que agregue los cafés a su cuenta. La chica le sonríe y se despide con coquetería. Le agradezco, paro la grabadora y tomo mi bolso rápidamente para seguirlo. Su departamento está a una cuadra del café. Entramos y nos reciben las primeras piezas. En la pared de la puerta de entrada hay cinco o seis obras de Alfredo Jaar; alrededor, otras obras de artistas latinoamericanos: Eduardo Sarabia, Giancarlo Scaglia, Darío Escobar, Huanchaco, Luciana la Moteh, Patrick Hamilton, Bernardo Oyarzún. Me explica cada una con precisión, me deja tomar fotos, me deja acercarme.

Tengo miedo de pasar a llevar algo. Me dice que casi nadie visita su departamento, que antes, cuando tomaba, tenía todo embalado, pero que ahora ya no hay problema, que una vez le regaló una foto de Paz Errázuriz a alguien, de puro entusiasmo nocturno. Se ríe. Recorremos el departamento al menos una hora. Me muestra cada pieza y me describe su ficha afectiva. Quién es el artista, dónde lo conoció, si la compró o se la regalaron, en qué ocasión fue, en qué momento de su vida, qué le evoca cada pieza. Va encendiendo cajas de luz, enchufando alargadores, desenvolviendo rollos de papel, sacando fotografías de sobres. Saca cajas y bolsas del closet, de detrás de la cama, de entre los muebles. Muchas de las obras están perfectamente instaladas, pero otras han tenido que permanecer guardadas por falta de espacio. He tenido que cerrar ventanas para instalar obras, me dice riendo.

Sobre un escritorio, hay un televisor plano gigante empotrado a la pared, en vertical. Lo enciende y aparece lo que al principio creo que es una foto. Me acerco y la miro largo rato hasta que me doy cuenta que hay pequeñas figuras moviéndose en la escena. Parra ríe, me dice que a la gente le suele pasar. La miramos largo rato. Ahí me cuenta la historia de Lota.

Giancarlo Foschino, "Lota", colección Sergio Parra.

Gianfranco Foschino, “Lota”, colección Sergio Parra.

En el año 2005 ve en el MAC una obra del artista Gianfranco Foschino con la que queda fascinado. Tiempo después, Patrick Hamilton se lo presenta y, como es usual, se pasan largas horas conversando. Sobre arte, sobre literatura, sobre la obra de Foschino, que a Parra le fascina. Entonces le pide comprarle esa que vio en el MAC, Lota. Foschino, con incomodidad, le dice que es muy cara. Cuánto, insiste Parra. Diez mil dólares, le responde Foschino, y ve la decepción en el rostro de Parra. Pero para ti, continúa, por la amistad, te la puedo vender en dos millones de pesos. Ya, dice Parra, y se compromete a juntar la suma.

Días después lo llaman del Consejo Nacional de la Cultura. Chile es país invitado en la Feria de Guadalajara, y quieren que Parra vaya como escritor. No, dice Parra por teléfono, que ya no escribe poesía y que no le interesa leer en absoluto. Les dice que no tiene sentido que gasten en un pasaje para que él se siente en una mesa sin hacer nada, porque él no está dispuesto a leer ni decir nada. Entonces le ofrecen ser el vendedor jefe del stand de Chile. Cuánto cobras, le preguntan. Dos millones de pesos, dice Parra, sin dudarlo.

Ahora la obra de Foschino está en su departamento. Todos los días la prendo y tomo desayuno con ella, me cuenta. Por qué, le pregunto. Porque me recuerda dónde nací, me recuerda de dónde vengo.

Seguimos recorriendo el departamento. En un plinto, muy cerca de Lota, hay una obra de Alejandra Prieto. Una lustrosa zapatilla negra sobre un plinto blanco. Es la única zapatilla que he comprado en mi vida y me encanta, me dice mientras pasa la mano sobre su superficie. Continuamos recorriendo. Camino con cuidado entre las piezas mientras me cuenta más historias. Lo sigo, saco fotos, grabo mentalmente anécdotas y nombres que ya comienzan a disiparse.

Todo poeta es un coleccionista, dice, de alguna u otra forma, cuando dejé de escribir comencé a ver las obras como poemas que me hubiera gustado escribir, voy haciendo un gran poemario como con esas hojas en la pieza de Monjitas hace unos años.

Las piezas que ha coleccionado siguen una línea curatorial autobiográfica. Las obras hablan del cuerpo, de la violencia, de la política, el afecto, la memoria. Nos sentamos en el sofá a fumar. Suena el cañonazo de las 12. Le pregunto si no ha pensado en escribir la historia de cada pieza. Me responde que si sacara la colección en algún momento y la expusiera, cada obra tendría su ficha biográfica y afectiva, tal como me las narró hace un rato.

Ese libro escribiría más adelante, dice mientras lanza una bocanada de humo. Luego se nos olvida la colección y, como siempre, Parra envuelve a su interlocutor en una conversación que parece ser inagotable. Hablamos de arte, de poesía, de los escritores de mi generación.

La grabadora está sobre la mesa. Hace más de una hora que dejó de grabar.

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